lunes, 23 de septiembre de 2013

Somos los dueños de la mediocridad

"No te compadezcas nunca de ti mismo, éso sólo lo hacen los mediocres" Tokyo Blues, Haruki Murakami

Estaba frente a esas dos personas de nuevo, era el mismo autobus de las 6:30, volvía a ejecutar su trayecto, no cejaba en sus empeños de como dar cauce a su vida, volvía a estar demasiado sobrio y odiaba esa sensación de angustia que da la realidad. Hacía tiempo que no era ni la mitad de él mismo sin colocarse de speed.
La coca había pasado a ser un juego de niños un par de años atrás, le enganchaba, pero no fue tan duro dejar el caballo como le habían dicho. "Si entras en ese círculo no saldrás", pero bueno, había demostrado que podía, sencillamente era un pasatiempo más.
El speed no le llenaba, ya no sabía diferenciar sus momentos de lucidez que sus momentos de ebriedad absoluta. La meta no le daba lo que necesitaba, y el peyote pareció ser su clave, pero no se conseguía demasiado coloque como para olvidar que su vida carecía de sentido.
Volvía a coger ese autobús, volvía a estar sobrio, odiaba esa sensación. La ebriedad anulaba su responsabilidad, la ebriedad era la que le alejaba de la dura carga de hacerse dueño de sus actos.
Frente a él dos caras que habían visto todos sus resacas durante los años que llevaba cogiendo ese autobús hacía la oficina. Frente a él esas dos caras familiares que nunca habían intercambiado palabras. A su lado el sol empezaba a mostrarse tímidamente, como el primer desnudo integral de una actriz porno, como un niño en su primer día de universidad.
Los ojos se le cerraban, no iba a pasar nada por dormir un rato, el sol le despertaría cuando faltase poco trayecto.

Otra vez volvía a sentarse de espaldas al rumbo que tenía que tomar, de nuevo a su lado olían a alcohol y lo camuflaban con gafas de sol y una mueca de hostilidad, otro día nuevo en la vida de la hippie que esperaba instrucciones en la ONG, ya ni los cafés muy cargados cambiaban su semblante. Demasiados años desperdiciados en una causa que sólo a ella había importado, definitivamente cambiar el mundo era para gente joven, no para una señora de 32 años.
Su cara estaba demacrada, el desengaño en sus creencias ecologistas había dejado de tener la importancia que tiene un sueldo fijo y que su ex marido pagase la manutención de sus pequeños. La ropa solo era una coraza, las rastas eran de quita y pon, pero para los nuevas generaciones que estaban destinadas a encadenarse en árboles y en remover conciencias era toda una institución. "Una tía íntegra con los problemas que nos atañen", no tenían ni puta idea de lo anodina que resulta la vida de un oficinista a las 6:46 de la mañana. Cuando aún nadie ha encendido las luces, las aceras están cerradas y las tiendas no tienen pensado madrugar
El señor trajeado frente a ella se había quedado dormido de nuevo, los espasmos le sacudían el cuerpo brutalmente. Los años le habían enseñado a no preocuparse por los espasmos de un desconocido, quizás cuando era una cría le habría preguntado si se encontraba bien, pero ahora tenía sus propios problemas.
Pasó de sus espasmos y se puso a mirar cómo el sol se preparaba para un Otoño que no se atrevía a serlo.

De nuevo comenzaba el día del joven obrero, no poseía ningún tipo de conciencia, no le importaba el traje del hombre a su lado ni las rastas de la mujer que tenía frente a él. "Quizá antes estaba buena", se llevaba diciendo años y años, pero era demasiado vieja para él.
Era lunes y le alegraba ver a ese insigne drogadicto vestido de señor y a esa actriz de una vida que dejó de ser la suya. ¿Él qué iba a saber?, mejor dicho, ¿a él qué le importaba?
Los ladrillos no iban a ponerse solos, las carretillas tenían que llenarse y los compañeros no eran excesivamente solidarios con el chaval. Le daba igual, algún día saldría de ahí.
No perdía vista de la ventana, los espasmos del hombre de su lado empezaban a tornarse demasiado violentos, éso le estaba dando malas vibraciones, decidió bajar un poco antes de su destino y caminar, no quería parecer descortés si se despertaba en uno de esos espasmos y le veía en otro asiento. El señor nunca le había dicho ni hola, no se conocían, pero siempre hay que contentar las apariencias, aunque engañen, aunque no sepan de fidelidad.
Se bajó del autobús, se ajustó la mochila al hombro mientras el día acababa de empezar frente a sus ojos

Somos presa de nuestra libertad
Somos, en definitiva, presos de nuestros ensimismamientos.
Sólo somos dueños de nuestra mediocridad

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