miércoles, 27 de mayo de 2015

Desastres ordenados

El aire chocaba frontalmente al subir aquella escalera. El recinto cerrado agudizaba el semblante y endurecía la ventolera que se colaba por una mísera ventana del décimo piso. Esa ventana era la única salida de aquel edificio. 
Pongámonos en situación: el insigne barbudo deambulaba por dónde no debía, Había estado husmeando el correo de todos los vecinos de aquella calle, entró en un portal que tenía buena pinta. Buena puerta-entreabierta, claro-que se dejó hacer. Accedió a aquella escalera de vecinos y todo se tornó mortecino, la puerta se cerró tras el joven mendigo, y la luz se deshizo en un parpadeo. Tenía una caja de cerillas, que apenas podía encender. Tanteó las paredes, paredes que se le antojaron llenas de mugre, pegajosas y auspiciadas por un olor nauseanbundo que inundaba la estancia. Consiguió su interruptor. El habitáculo era el mismo que había visto desde fuera, pero por dentro daba asco. Olía mal, las paredes estaban llenas de podredumbre, incluso llegó a ver algo de musgo, aunque eso pudo ser una alucinación por lo viciado del ambiente. 
Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada, como si cien mil desesperados diesen su vida por mantener encerrado al profanador de buzones. Gritó hacia el otro lado
-Dejadme salir, cabrones
Sobra decir que fue en vano.
El joven profanador decidió subir las escaleras para pedir, gritar, bramar, por ayuda, dependiendo de cómo llegase. Sin embargo las escaleras también se antojaban enfermizas. El suelo dejaba las suelas pegadas, y hacía que se realentizase el paso hacia la azotea. Miró al suelo, la superficie parecía impoluta. 
Por si fuera poco, las escaleras iban estrechándose, no era una sugestión, si al principio subió holgado, en la sexta planta tocaba las paredes con los hombros, en la octava se vio obligado a subir de lado lo que restaba. 
El olor se hacía cada vez más insoportable, la luz era tenue y la respiración de nuestro amigo estaba entrecortada. Consiguió llegar a la décima planta. Solo había una puerta. No había escalones, no había ventana, no había iluminación externa, el hedor había desaparecido, las baldosas del suelo parecían sucias, pero no eran pegajosas, las paredes estaban agrietadas, pero no se le antojaban despreciables. Encontró una sala diáfana, de unos doscientos metros cuadrados, blanca, agrietada y abandonada. Cuyo único punto de referencia era una puerta. Miró hacia atrás, a una pared le había parecido gracioso cerrarle la huida hacia abajo de nuevo. Nada tenía sentido.
Se acercó a la puerta, silenciosa, de metal y con unas verjas infranqueables. Entreabiertas. 
Asió el pomo para poder abrirla, y de pronto algo se abalanzó por el otro lado, bramando, gritando, susurrando, suplicando... Prometiendo que no abriría más buzones ajenos. 
Pero nuestro joven olvidó que era él mismo, y trató de cerrar la puerta. Asía con fuerza el otro lado, pero finalmente consiguió olvidarse de los gritos de su interlocutor furioso. La puerta se cerró. Su ciclo acabó y empezó en ese mismo momento.
Todo comenzó a dar vueltas. 
En otro punto de esta realidad, un joven se despertó en otro punto de la cuerda. Sudaba de manera copiosa. Todo había sido un sueño. Decidió ir al baño a mojarse la cara.
Ahí se dio cuenta de su barba, se dio cuenta de sus manos desolladas que olían a hierro forjado, sus pies mugrientos, como los de un hobbit. Su expresión, el joven del otro lado. 

domingo, 17 de mayo de 2015

Excusas

-¿cuánto se tarda en escribir esto?
-Exactamente, tres cigarros. Dependerá de la ansiedad con la que tomes la diferencia entre un cigarro y otro, entre 10 minutos y 4 horas, dependerá, en mayor medida, de cuánto te duela lo que escribes. Dependerá, totalmente, de lo vívidos que sean tus sueños. Pues, cuando escribimos, solo somos nosotros mismos proyectando sueños. Los sueños son preciosas historias que hacer reales o pesadillas, son, también, una escala de grises. Los sueños y lo que escribimos tienen algo en común: son nuestra forma de vivir y de temer(nos).

El mar tenía cuentas pendientes con aquella arena, se rompía brutalmente contra ella, como esa pareja que te golpea estando abrazada en el pecho, pidiéndote explicaciones. Él lo veía todo desde un banco, la violencia del mar no le dejó olvidarse del mapa de las estrellas esa noche... Eran preciosas, algunas tintineaban, como si estuviesen aprendiendo a brillar, otras brillaban antojándose como celosas de la Luna que le quitaba el papel protagonista.

El mar se golpeaba contra la arena, pero la arena no se defendía, a veces cedía y se dejaba llevar por la marea baja, pero en otros puntos se hacia fuerte y dejaba que el mar rompiese contra ella sin ruborizarse. Era curioso, en esos rompeolas improvisados se encontraban las conchas más bonitas, como si el mar se diese cuenta de que lo estaba haciendo mal, como si esas conchas fuesen ramos de rosas. Mientras tanto las estrellas eran meras espectadoras, pero ellas disfrutaban de su reunión celestial, parecían debatir sobre banalidades, sobre cuál brillaba más, o cuál estaba más cerca. O quizá no, quizá simplemente estaban allí, vegetando. El chico se estaba volviendo loco y comenzó a andar. Por el paseo marítimo se encontró a una pareja, visiblemente ebria, insultándose, pidiéndose respuestas mutuamente, escupiendo los peores insultos. Desmenuzando la confianza y volviéndose de espaldas, con esas rupturas que no soluciona el pegamento de las reconciliaciones.

El mar cesaba a ratos, como pensando su próxima palabra, como entendiendo que los golpes no funcionaban contra la arena. Pero luego demostraba que no había aprendido nada, se rompía con mayor brutalidad contra una arena que no tenía intención de dejar de ser ella. Las estrellas brillaban más con el cielo más oscuro, eran las 6 de la mañana, y dicen que antes del amanecer existe la hora más oscura, pero nadie habla de las estrellas brillando como siempre, pero alumbrando como nunca. El chico seguía caminando, se encontró a un portero de una discoteca, charlando con el dueño que llevaba una fregona. Mientras hablaban distendidamente el dueño limpiaba los vómitos de la entrada. No hablaban del mar, de las estrellas, o de filosofía, sencillamente hablaban de lo que habían vivido esa noche, de sus planes, de sus sueños... De sus ganas de vivir frustradas en un local con un aforo limitado a 75 personas.

La luz se alzaba sobre el horizonte, acariciaba al mar sobre su lomo eterno, eso le apaciguó. La arena comenzó a secarse por la brisa matutina, nada había cambiado, excepto su superficie, ahora estaba un poquito más alborotada. Las estrellas tenían sueño y se fueron a continuar su fiesta en otro lado del universo, pero la luna seguía ahí, mostrándose altanera, aunque nadie la viera. El joven encaminaba su paso de nuevo hacia su casa. Los ruidos, los líos, las peleas y los vómitos se habían acabado por un rato. La gente ya empezaba a salir de sus casas para empezar a trabajar, y a él le tocaba dormir todo lo pensado.