lunes, 25 de noviembre de 2013

Diversia

La agitación se movía por todas partes, sonaban los cañonazos, sonaban más alto que los corazones y no había vuelta atrás. Las revueltas habían ido tornándose cada vez más violentas, a los ciudadanos se les habían olvidado las razones, caminaban alienados en contra de algo que desconocían.
La chica corría, la cinta le recogía el pelo por encima de las orejas, todos estaban absolutamente locos, no podía dejar de esconderse, ya no sabía quién iba a asesinarla. 
Las escenas violentas recorrían abruptas por las callejuelas hechas para la paz, las calles empinadas llevaban riadas de sangre precedidas de muchedumbres despavoridas, de esas situaciones en las que solo queda correr, pero el miedo paraliza. Quizá la sociedad se había vuelto loca en un punto en el que ella se había perdido, quizá ella había perdido el norte en la anomalía social que consistía no revolucionarse. Pero es que ella sólo veía gente corriendo, delante o detrás de algo. 
No corrían por sus sueños, no corrían por su vida, corrían por encontrarse, corrían detrás de un enemigo común en lugar de por algo que les uniera. Luchaban por la muerte, se habían olvidado de la vida.
Estaban locos, el fervor les cegaba y ella lo empezaba a ver todo nublado. Una ciudad en la que se comían cosas diferentes, pero el postre siempre era pera

¿qué pasa aquí?
No puedo seguirles, debo seguir escondida, si me cogieran... 
De pronto, sentí que un grupo me rodeaba, habían hecho de las batas blancas su elemento de protesta social, imitando los modelos de pronunciamiento social pacífico del primer tercio de los años treinta, pero ellos no eran pacíficos. Empuñaban cuchillos en lugar de alzar pancartas, no se quejaban de nada, sencillamente agredían y golpeaban con absurda brutalidad... No era la primera vez que me rodeaban y me golpeaban, me obligaban a comer una droga y se rifaban quién me violaría primero. Pero hoy no me cogerían, como decía mi padre "No tengo el coño para ruidos". 
Les empujé y logré zafarme, tres no iban a pararme, pero de pronto encontré otro callejón sin salida, alguien se había hecho con el monopolio de las paredes, y llevaban ya unos meses apareciendo de la nada. Si, si, no estoy loca, más de una vez he ido caminando por la ciudad y me he encontrado, al girar una calle, con una pared blanca entre la cárcel de ladrillos que supone para mi. 
Me encontraba rodeada de nuevo, comenzaron a ponerse los puños americanos, uno de ellos sacó una navaja y me comenzaron a rodear. Hablaban en un idioma absolutamente ajeno al mío, quizá me había alejado demasiado de esa sociedad, quizá la culpa era mía por no ser una más. 
...
Pero ya es tarde para pensar en cómo lo habría solucionado. Ahora toca pelear, no me violaran más. Cerraré el puño, golpearé primero al de la derecha en la cara, después al de delante y saldré en el hueco que quede entre ellos y su desconcierto, el otro correrá a por mi y debo ser más rápida. 
...
Efectivamente, esa fue la mejor opción. Pude zafarme y salir corriendo, pero el estado puso una pared en mi camino, esta vez no fue como cuando caminaba por la ciudad, me la encontré en mi cara cuando menos me lo esperaba. Impacté directamente con la cabeza, sonó como un ¡pumb!, de pronto un pitido muy agudo inundó mi cerebro, empezó taladrando por el hipotálamo y lo que no consiguieron los tres revolucionarios de la bata lo consiguió esa pared, caí con la cara en el suelo, sentí como se partía mi nariz, cuando eso pasa, sencillamente empiezas a soltar lágrimas como si fueras idiota. La sangre no duele, pero huele y sabe, huele y sabe a metal, pero tiene un aroma tan profundo que no sabes si te has roto la boca o la nariz.
Noté cómo cogían mis brazo me los situaban en la espalda, me metían una pastilla en la boca y me obligaban a masticarla... 
Estaba asquerosa

viernes, 22 de noviembre de 2013

La muerte de la ciudad

No llovía, pero tenía la sudadera empapada, quizá fuese la humedad, quizá fuesen las lágrimas. El ambiente del día estaba cargado electricidad estática y no podían haber más razones para llorar.
Se situaba frente a una gran ciudad, se enfrentaba a una gran ciudad. La presión del ambiente pudo ponerla de rodillas, pero no iba a comer tierra. Sus puños se clavaron en el humus, la sudadera estaba manchada de barro, pero qué más daba, el alma también y nadie le decía nada. Y es que una camiseta puede oler mal, pero si no está sucia nadie se fija al menos que esté al lado, y es que un persona puede quedar muy bonita, pero apestar a podredumbre para el que meta las narices.
El pelo negro caía sobre sus hombros, no en forma de una larga melena, sino lo justo para que tapase las clavículas y se abriera en su cuello, lo justo para ocultar lo esencial de quien solo busca en la vista.
Notó, al mismo tiempo, la humedad de sus manos como la de sus mejillas, notó que sangraba por los ojos mientras la tierra lloraba entre sus dedos, mientras el mundo se moría en sus nudillos regado por las lágrimas de sus manos, el alma se le caía a los pies enrevesada en la sangre que producen los lacrimales. No era momento de llorar, no era momento de plantearse perder el rumbo, las lágrimas sólo iban a nublarle el camino en un día que amenazaba con ser lluvioso, las lágrimas no podían regar suelos fértiles y la sangre tiene demasiado hierro como para nutrir. Así que solamente le quedaba andar.
Miró al frente de nuevo y la ciudad le parecía igual de hostil, eso de que el tiempo soluciona las cosas era una mentira más, eso de que la vida da a cada uno lo que merece hace tiempo que le hizo tener muchos enemigos. Ya nunca más iba a tolerar la estupidez.
-¿Para qué voy? Ya nadie hay esperando
Y sin embargo se puso a andar una vez más, quizá la última.
No había razones para llorar, no era algo útil, y cada día de camino había alejado a la chica de sus sentimientos, ahora era práctica, o como le gustaba decir, pragmática de los sentimientos. Cada día se sentía menos perteneciente a algo, y eso le hacía pertenecerse a sí misma, ella lo consideraba bonito.
Entró en la ciudad, la hostilidad rodeaba a la chica, todos la miraban como a un bicho raro.
Se encontró, de súbito, con su inmediatez, y allí se derrumbó, murió por dentro, si es que se puede morir por dentro y seguir viva por fuera. Y sencillamente, se dejo morir delante de todas sus incoherencias.
Al fin y al cabo, morir era lo más pragmáticamente sentimental