jueves, 30 de julio de 2015

redencion

La vida gira, lo hace con desidia, sin preguntarte tu parecer sobre los cambios que trae, pero... qué aburrido sería estar todos los días en el mismo sitio.

Era invierno, el brujo caminaba con una túnica que cubría, con su capucha, desde su cabeza hasta sus pies. Los amplios pliegues de las mangas le permitían resguardar sus manos de aquella gelidez insoportable. El brujo era alto, con viejos tintes rubios que se aderezaban con tonos cobrizos y con una mirada más fría que el azul de los inhabitados lagos de la región.
La capa, antaño roja, vinculada a su dominio del fuego sobre todos los seres, se había cambiado por una verde, más ligada a la naturaleza. La capa roja no fue vinculada a sus dotes como faquir, sino a un pasado en el que la destrucción de pueblos, la incineración de aquellos que pretendían prenderle por su brujería, o simplemente por el placer de ver arder a un imbécil. Según las leyendas la capa que usaban los brujos no era una capa, sino su propia aura. No estaban desencaminados. Esta capa proyectaba el estado del alma del brujo, si se sentía en paz su capa sería verde o azul, si se sentía frustrado sería amarilla, si se sentía despechado o enfadado, roja, si se había vendido a sus sentimientos negra o blanca. Todas las demás leyendas eran falsas, partiendo del hecho de las diferencias de poder entre unos y otros brujos, y es que todos los brujos tenían un don, una bendición, ninguna bendición era superior a otra, un brujo inestable era más peligroso que otro sensato. Pero cuando sucedía algún conflicto entre ellos no vencía el más corpulento, sino el más inteligente.
Nuestro brujo era considerado un sabio entre los sabios, sabía, entre otras cosas, dominar la conciencia de cualquier ser, desde una acelga hasta a otros brujos. Esto no era un don, sino una aptitud adquirida como respuesta a tener que asesinar.
En sus espaldas había tenido diez vidas quemadas, su espíritu se había renovado ese número debido a lo que consideraba como "excesos kármicos", y cada vez había aprendido algo. Otra leyenda decía que los brujos no se podían enamorar de humanos medios, qué equivocados están, y si no me creen que el ejemplo vivo de este ser sobrehumano sirva de precedente. Y es que alguna vida tuvo que ser quemada debido a quebraderos mundanos de cabeza, a despechos, a desidias y a tornillos pasados de rosca. Aunque se enamoraba como un humano, su atractivo no era de este mundo, y todos los seres lo sabían.
Ahora, nuestro brujo se encontraba a las puertas de un pueblo retirado, allí le requerían. Eran gentes recelosas de la magia, pero la muerte de uno de sus miembros más vetustos había sido poseído y los sacerdotes no sabían, no querían o no podían expulsarle. El espíritu era más inteligente que los analfabetos pueblerinos, y necesitaban a alguien que no se dejase engañar por un ente de ultratumba.
El recibimiento fue frío, no mediaron palabra, una prostituta le recibió para darle sus honorarios y dirigirle a la casa del difunto. Todos los pueblerinos miraban desde sus casas, eran las 10 de la mañana, pero la cosecha del día no valía lo que un brujo podía hacerles si se cruzaban con él, bueno, más bien, no valía lo que pensaban que les haría.
Esta "bienvenida" no era extraña para el sabio, pero el ambiente estaba enrarecido. Entró en el habitáculo y escuchó como la puerta se cerraba por fuera. Miro la bolsa de monedas, eran trozos de metal redondo, forjados para engañarle. El supuesto enfermo era un cadáver desde bastantes semanas atrás, y escuchó un murmullo en el exterior. Iban a por él. Suspiró. Tampoco era la primera vez que le pasaba esto, pero tenía algo claro: no iba a ser la última.
El brujo pensó en salir a convencerles, pero todas las dudas le vinieron de súbito. ¿qué había hecho él a un pueblo entero? ¿por qué se veía obligado a vagar de lugar en lugar? ¿por qué ponían recompensas sobre alguien que actuaba con bondad y que solo pretendía ayudar? ¿por qué a él?
La túnica cambió de color, volvió a ser roja, a nuestro brujo le había costado mucho tiempo cambiarla, un viaje muy largo dentro de sí mismo que había conllevado costosas pérdidas personales. Un viaje que se truncaba ante sus ojos y por la estupidez de unos pueblerinos, no era como otras veces, otras veces siempre andaba airado o preocupado, esta vez estaban robándole lo que tanto tiempo le había costado conseguir, estaban violando su karma y bailándole la tumba a un ser sobrehumano. La túnica se volvió purpurea, él nunca había visto ese color, eso le contrariaba. De pronto el tiempo comenzó a pasar muy deprisa, pero los pueblerinos con sus espadas, azadas y picas se quedaron pasmados. Era de noche esta vez.
La puerta se desintegró violentamente, y el amanecer se tornó naranja.
-Otra vez tengo que volver a empezar, no hay tiempo que perder.





miércoles, 27 de mayo de 2015

Desastres ordenados

El aire chocaba frontalmente al subir aquella escalera. El recinto cerrado agudizaba el semblante y endurecía la ventolera que se colaba por una mísera ventana del décimo piso. Esa ventana era la única salida de aquel edificio. 
Pongámonos en situación: el insigne barbudo deambulaba por dónde no debía, Había estado husmeando el correo de todos los vecinos de aquella calle, entró en un portal que tenía buena pinta. Buena puerta-entreabierta, claro-que se dejó hacer. Accedió a aquella escalera de vecinos y todo se tornó mortecino, la puerta se cerró tras el joven mendigo, y la luz se deshizo en un parpadeo. Tenía una caja de cerillas, que apenas podía encender. Tanteó las paredes, paredes que se le antojaron llenas de mugre, pegajosas y auspiciadas por un olor nauseanbundo que inundaba la estancia. Consiguió su interruptor. El habitáculo era el mismo que había visto desde fuera, pero por dentro daba asco. Olía mal, las paredes estaban llenas de podredumbre, incluso llegó a ver algo de musgo, aunque eso pudo ser una alucinación por lo viciado del ambiente. 
Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada, como si cien mil desesperados diesen su vida por mantener encerrado al profanador de buzones. Gritó hacia el otro lado
-Dejadme salir, cabrones
Sobra decir que fue en vano.
El joven profanador decidió subir las escaleras para pedir, gritar, bramar, por ayuda, dependiendo de cómo llegase. Sin embargo las escaleras también se antojaban enfermizas. El suelo dejaba las suelas pegadas, y hacía que se realentizase el paso hacia la azotea. Miró al suelo, la superficie parecía impoluta. 
Por si fuera poco, las escaleras iban estrechándose, no era una sugestión, si al principio subió holgado, en la sexta planta tocaba las paredes con los hombros, en la octava se vio obligado a subir de lado lo que restaba. 
El olor se hacía cada vez más insoportable, la luz era tenue y la respiración de nuestro amigo estaba entrecortada. Consiguió llegar a la décima planta. Solo había una puerta. No había escalones, no había ventana, no había iluminación externa, el hedor había desaparecido, las baldosas del suelo parecían sucias, pero no eran pegajosas, las paredes estaban agrietadas, pero no se le antojaban despreciables. Encontró una sala diáfana, de unos doscientos metros cuadrados, blanca, agrietada y abandonada. Cuyo único punto de referencia era una puerta. Miró hacia atrás, a una pared le había parecido gracioso cerrarle la huida hacia abajo de nuevo. Nada tenía sentido.
Se acercó a la puerta, silenciosa, de metal y con unas verjas infranqueables. Entreabiertas. 
Asió el pomo para poder abrirla, y de pronto algo se abalanzó por el otro lado, bramando, gritando, susurrando, suplicando... Prometiendo que no abriría más buzones ajenos. 
Pero nuestro joven olvidó que era él mismo, y trató de cerrar la puerta. Asía con fuerza el otro lado, pero finalmente consiguió olvidarse de los gritos de su interlocutor furioso. La puerta se cerró. Su ciclo acabó y empezó en ese mismo momento.
Todo comenzó a dar vueltas. 
En otro punto de esta realidad, un joven se despertó en otro punto de la cuerda. Sudaba de manera copiosa. Todo había sido un sueño. Decidió ir al baño a mojarse la cara.
Ahí se dio cuenta de su barba, se dio cuenta de sus manos desolladas que olían a hierro forjado, sus pies mugrientos, como los de un hobbit. Su expresión, el joven del otro lado. 

domingo, 17 de mayo de 2015

Excusas

-¿cuánto se tarda en escribir esto?
-Exactamente, tres cigarros. Dependerá de la ansiedad con la que tomes la diferencia entre un cigarro y otro, entre 10 minutos y 4 horas, dependerá, en mayor medida, de cuánto te duela lo que escribes. Dependerá, totalmente, de lo vívidos que sean tus sueños. Pues, cuando escribimos, solo somos nosotros mismos proyectando sueños. Los sueños son preciosas historias que hacer reales o pesadillas, son, también, una escala de grises. Los sueños y lo que escribimos tienen algo en común: son nuestra forma de vivir y de temer(nos).

El mar tenía cuentas pendientes con aquella arena, se rompía brutalmente contra ella, como esa pareja que te golpea estando abrazada en el pecho, pidiéndote explicaciones. Él lo veía todo desde un banco, la violencia del mar no le dejó olvidarse del mapa de las estrellas esa noche... Eran preciosas, algunas tintineaban, como si estuviesen aprendiendo a brillar, otras brillaban antojándose como celosas de la Luna que le quitaba el papel protagonista.

El mar se golpeaba contra la arena, pero la arena no se defendía, a veces cedía y se dejaba llevar por la marea baja, pero en otros puntos se hacia fuerte y dejaba que el mar rompiese contra ella sin ruborizarse. Era curioso, en esos rompeolas improvisados se encontraban las conchas más bonitas, como si el mar se diese cuenta de que lo estaba haciendo mal, como si esas conchas fuesen ramos de rosas. Mientras tanto las estrellas eran meras espectadoras, pero ellas disfrutaban de su reunión celestial, parecían debatir sobre banalidades, sobre cuál brillaba más, o cuál estaba más cerca. O quizá no, quizá simplemente estaban allí, vegetando. El chico se estaba volviendo loco y comenzó a andar. Por el paseo marítimo se encontró a una pareja, visiblemente ebria, insultándose, pidiéndose respuestas mutuamente, escupiendo los peores insultos. Desmenuzando la confianza y volviéndose de espaldas, con esas rupturas que no soluciona el pegamento de las reconciliaciones.

El mar cesaba a ratos, como pensando su próxima palabra, como entendiendo que los golpes no funcionaban contra la arena. Pero luego demostraba que no había aprendido nada, se rompía con mayor brutalidad contra una arena que no tenía intención de dejar de ser ella. Las estrellas brillaban más con el cielo más oscuro, eran las 6 de la mañana, y dicen que antes del amanecer existe la hora más oscura, pero nadie habla de las estrellas brillando como siempre, pero alumbrando como nunca. El chico seguía caminando, se encontró a un portero de una discoteca, charlando con el dueño que llevaba una fregona. Mientras hablaban distendidamente el dueño limpiaba los vómitos de la entrada. No hablaban del mar, de las estrellas, o de filosofía, sencillamente hablaban de lo que habían vivido esa noche, de sus planes, de sus sueños... De sus ganas de vivir frustradas en un local con un aforo limitado a 75 personas.

La luz se alzaba sobre el horizonte, acariciaba al mar sobre su lomo eterno, eso le apaciguó. La arena comenzó a secarse por la brisa matutina, nada había cambiado, excepto su superficie, ahora estaba un poquito más alborotada. Las estrellas tenían sueño y se fueron a continuar su fiesta en otro lado del universo, pero la luna seguía ahí, mostrándose altanera, aunque nadie la viera. El joven encaminaba su paso de nuevo hacia su casa. Los ruidos, los líos, las peleas y los vómitos se habían acabado por un rato. La gente ya empezaba a salir de sus casas para empezar a trabajar, y a él le tocaba dormir todo lo pensado.






sábado, 4 de abril de 2015

Relojes desengrasados

Era verano, o eso decía el calendario. Era un 3 de agosto en Islandia, las montañas que dirigían a Reykjavic hacían del norte de la isla un lugar de eterno invierno.
Ese día en particular hacía una niebla que apenas le dejaba ver más allá de tres metros fuera de su ventana. Si la chica que yacía en su cama estuviera fuera de la casa de madera apenas podría distinguirla, aunque, bueno, tampoco estaba seguro de poder diferenciarla cuando se despertase y tuviera que ofrecerle un café.
El nihilismo se había apoderado del corazón de aquel antiguo soñador, ex romántico y atleta de fondo en ramos de rosas.
Después de su primera ruptura amorosa pensó en tratar a todas las mujeres con la dignidad que merecían, eso no había cambiado, pero sí había cambiado la concepción de dignidad que tenía. La expresión "hijo de puta" la había escuchado en varios idiomas, "al menos aprendo idiomas", pensaba. Todo había girado demasiado deprisa, pasaron de ser corazones dignos de ser escuchados a ser corazones a los que escucharía su novio... Cuando llegase, tampoco le importaba demasiado. Tenía el azaroso virar de los relojes descompasados, no daba la hora como el Big Ben o el reloj de la Puerta del Sol. Él daba su hora, tenía sus propios tiempos, por eso en él no entraba la espera.
No se había cerrado al amor, tampoco se había planteado si lo necesitaba. Pero cada vez que encontraba a esa persona con brillo especial llegaba a dos conclusiones:
-He hecho mucho daño como para merecerla
-Es genial, pero. (no con puntos suspensivos, la gente abusa de ellos, solo un punto y final. Si hay un pero faltan razones y crear excusas es perder el tiempo).
Se dedicaba a analizar a todas las personas hasta la extenuación, la suya o las de ellas, alguien acababa cansado siempre, y, como os he comentado, él tenía la paciencia de un reloj.
Estaba pensando en engrasar la cubierta de la barca para salir a disfrutar de la marea, tendría que ir a la capital y no le seducía la idea. Pensó que tenía unos cuantos tarros de aceite, quizá pudiera emplearlos. También pensó qué comer ese día, no le apetecía cocinar, pero llegaría el momento de tener hambre.
Mientras estaba absorto en sus pensamientos, un sonido de alguien desperezándose le devolvió a la realidad. La chica había despertado, empezó a recordar quien era. Cada mirada tiene un olor diferente.

-¿Dormiste bien?
-Si, ¿quieres que me vaya?
-Estaría bien.

Era una chica magnífica, de esas que no le generaban problemas, dulce, delicada, paciente y comprometida con mil causas injustas, pero.
Se puso la ropa apresurada, como si no se sintiese bien en esa casa que había acogido su pasión durante la noche anterior. Tampoco quería estar. Era un capullo, ella se merecía a alguien más.

Se precipitó con una despedida tibia, un beso en los labios del que quedó más eco que propio beso. El joven se lanzó contra el sofá, volvió a pensar en todo lo que hacer y las pocas ganas de ponerse a ello.
"¿Y si buscase el amor? En teoría hay que estar abierto y llega solo, pero mis puertas están abiertas y solo quieren ver petardas. Podría hacerme cura. No, eso no es para mí, desde luego... ¿Y si me hago un ermitaño en una casa al norte de una isla casi desierta? Mierda, eso tampoco está funcionando... Quizá es hora de cambiar las respuestas hacia la pregunta que llevo años buscando. De momento limpiaré la barca. Quizá haya alguna sirena que me cante, me destroce y me quite la tontería esta del amor"
Cogió su barca, quería haberla limpiado, pero pensó que sería mejor hacerlo a la vuelta.
Los remos se clavaban en ese mar siempre gélido. Por alguna extraña razón, el mar se le antojaba especialmente espeso ese día, los remos entraban pero no salían igual, como si algo les retuviese, la barca avanzaba a trompicones, como un reloj mal engrasado.
-Debí engrasarte.
Decidió virar y remar de espaldas, así sería más llevadero, o no, tampoco tenía idea sobre el tema.
La corriente comenzó a arrastrarle, el agua espesa se convirtió en agua muy ligera que no le retenía, la barca avanzaba a más velocidad de la que él podía remar. Levantó los remos y se dio cuenta de que sus brazadas no habían sido más fuertes, sino que la corriente le arrastraba hacia una enorme ola. Intentó remar en dirección contraria, pero fue en vano.
La ola partió contra él, como si el mismísimo Poseídon estuviera ofendido por su libertinaje, como si hubiera despachado a su propia hija. El caso, la ola partió su preciada barca por la mitad, la mitad en la que estaba sentado le golpeó en la cabeza y quedó inconsciente. La ola fue piadosa, bueno, no mucho, una vez le dio mil vueltas, al ver que no reaccionaba ni se resistía, le lanzó a la playa de la que había salido. Como un niño caprichoso que no quiere jugar con ese muñeco nunca más.
El sol comenzó a brillar, extrañamente, llevaba dos años sin aparecer por allí. Las gaviotas estaban emitiendo sus típicos sonidos, llamando a más camaradas para hacerlas partícipes del festín que iban a poder degustar.
Una chica se acercó, no sabía reanimarle, así que empezó a abofetearle. Sin piedad, no parecía que quisiese reanimarle, más bien golpeaba con intención de destrozar más esa cara, como si le recordase a alguien que odiaba. Sin embargo no sabía quién era ese tipo con la ropa hecha jirones, pelo mojado y nariz rota.
-¿quién me está dando estas hostias? ¿qué le he hecho yo?
Le agarró las manos de súbito, la joven se sobresaltó, como pensando que no se iba a despertar de tremenda somanta de palos.
Cuando le dirigió la voz, cuando se clavaron las miradas entendieron quienes eran. No se habían visto nunca, no necesitaban saber sus nombres, no necesitaba saber cómo se veía su cara sin sangre, no quería limpiarse la arena de los ojos para poder contemplarla del todo. Era ella y era él.
Una mirada puede decir más que una vida entera mirándose los labios.
Y de pronto el tiempo paciente del reloj desengrasado comenzó a ir demasiado rápido para que el Big Ben le siguiese a la zaga.