lunes, 30 de diciembre de 2013

En definitiva, sus desastres

El humo ascendía en círculos muy lentos, cada vez se realentizaban con más énfasis, comenzaba a comprender que, llegado el momento, empezaría a ser humo, polvo y cenizas despreciables.
Las alturas seguían sin agobiarle, al fin y al cabo, el dolor no iba a sorprenderle. Caminaba dando tumbos por una ciudad vacía. Lo del dolor no le asustaba, pero dejar de existir era su máximo temor, a decir verdad, su único temor.
Qué más daba, las dudas y los temores llevaban años comiéndose el resto de angustias. Si su cuerpo fagocitaba todo a su paso, qué iba a haber después de la muerte. Nada quedaba, ni por decir, ni por sembrar. Sólo por pensar
Y si las paredes hablasen, cuántas mierdas podrían decir de las almas que se pierden. Y es que los daños colaterales están ahí, pero quién va a pararse a pensar en un tullido.
Las piedras volaban alrededor, un día más. La sociedad se caía a su alrededor, pero hace tiempo había dejado atrás un existencialismo que le culpase de ello, el nihilismo era más cómodo. Los disparos se habían adueñado de todo, menos de su interior. Allí dentro brillaba el ojo del huracán, ¿para qué venderse al tiempo? Si el tiempo ya se llevaría lo que quisiera.
 Las voces quedaban distorsionadas, todo parecía sobre un enorme agujero negro que le decía en susurros "No queda demasiado de ti, lo sé, lo sabes, lo sabemos". Se sacudía la cabeza, sacando las voces derrotistas, sus espasmos alejaban a la sociedad, a la suciedad y hasta el aire parecía alejarse, pues cada vez que lo hacía se sentía desfallecer y tenía que sentarse por un tiempo prolongado.
Le agobiaba estar rodeado de gente, le agobiaba quedarse sólo, quizá sencillamente le abrumaba eso de existir en ese sitio donde ni las fieras paran a beber.
Cuando se sacudía la cabeza le volvían las náuseas, algo iba realmente mal ahí dentro, pero bueno, tampoco tenía tiempo para pararse a pensar en qué estaba pasando. Si era grave no tendría solución, si era leve ya se pasaría. Y así andaba por la vida.
Les sorprenderá, pero de pronto reventó un escaparate a su derecha, caminaba, como siempre, con tranquilidad, cuando de pronto explotó, no sabía si de una pedrada, de un atentado, de un terremoto, o si, sencillamente, obedecía ciegamente a las leyes físicas. Pero explotó, las esquirlas se lo dijeron, perforaron por su tímpano, desmenuzaron su cara como si fuera mermelada de frambuesa, penetró en su boca sesgando su lengua, una última esquirla decidió, de puro capricho, entrar en su retina y quedarse alojada allí.
Se sentó, de nuevo, en el banco del que se acababa de levantar, sacó la esquirla del ojo, sacudió la cabeza dejando salir sola a la del tímpano y, por último, escupió la que se había aventurado por su boca. La gente se acercaba, que si estaba bien, una pregunta curiosa para alguien que había perdido casi un litro de sangre.
Sacó su petaca, vertió todo el alcohol sobre su cara y sintió paz. Agradeció con un gesto hierático la preocupación, y siguió caminando. Se acabó eso de pararse demasiado tiempo en el banco. Tocaba reaccionar ante la vida, con la cara partida, el tímpano perforado, con una lengua magullada y medio ciego.
Nos gritos de la gente remitieron, su visión se torció, y se derrumbó diez pasos más allá del banco. Si pierdes tanta sangre, acabas cayendo.
Deambulaba, como sabréis, por la ciudad, cada día lo odiaba más, eso de estar sobrio no iba con él. Él era sus decisiones, en definitiva, sus desastres

martes, 17 de diciembre de 2013

Refugios de subsuelo

Volvía a salir del trabajo, otro día en el que el agotamiento era la tónica genial, no había más que suciedad para el minero, no había más que decir cuando todo escaseaba. 
Desde que en medio de la ciudad había aparecido una mina, la sociedad entera se había estructurado en torno a ella, una ciudad que había cumplido su ciclo-nacimiento, crecimiento y fin-se había convertido en una zona marginal, hasta que un edificio destruido dio pie al descubrimiento. Una veta de oro que llevó a que toda sociedad encontrase una razón para salir de la indigencia. Y para esa gente que sale de la indigencia se necesitan bares, y claro, siempre hay alguien que los construye.
Casi todos los comercios que habían surgido alrededor de la actividad minera no permitían a los trabajadores salir de su rutina, suciedad, oscuridad, escasa conversación... Dicen que una ciudad no lo es hasta que no tiene prostitutas, pues esta no llegaba a serlo, ni las putas querían ganar el dinero fácil y manchado de mineral, los obreros eran toscos, borrachos y pobres, pero es que los mineros, además de todo éso, estaban trastornados. 
La no-ciudad, a pesar de su vida interna, era un absoluto paréntesis, un continuo silencio sostenido en los aullidos de los lobos. Y es que, el bosque había entendido que no tenía vida, y tendrían que darle un poco de movimiento. Así, en las viviendas abandonadas comenzó a crecer vegetación, de los salones de la zona rica comenzaron a crecer cipreses, en las cocinas no faltaban matorrales y en los baños había surgido hasta una fauna que se denominaba autóctona. Con el bosque vinieron las jaurías. Todos los meses llegaban noticias de mineros desaparecidos después de una noche víspera de su día libre, al día siguiente los lobos aullaban diferente.
Los mineros de esa ciudad habían sido personas, incluso, ciudadanos, pero ya nada quedaba de ellos, no había inocencia en una ciudad sin niños. Todos se conocían, no llegaban a 1000 personas, pero producían mejor así, algunos eran presos fugados, otros padres de familia, otros gente que se aburría. Todos allí tenían dos cosas en común: Una historia que contar y la mina. 
Os hablaba de alguien al principio del texto, ¿os acordáis?, pues él también tenía una historia del pasado, pero nosotros no somos quiénes para juzgarle, así que os relataré cuánto aullaron esa noche los lobos.
Estaba borracho, y sólo, como todas las almas de aquel lugar, borracho rozándose por las esquinas que eran las únicas que sostenían su anodina existencia, así, acabó viendo el bosque. Se quedo mirándolo, pero pasados cinco minutos no sabía quién observaba a quién. De pronto, se sintió observado, paranoias de borracho. 
Se dio la vuelta y anduvo hacia su casa
A los tres pasos un niño se cruzó en su camino, no tendría más de cuatro años. Lloraba, no un llanto sonoro, sino un llanto triste, como todo en aquella ciudad, un llanto que paralizaba el espíritu, un llanto que parecía haber congelado las cuerdas bucales del niño. Se comenzó a acercar a él, entonces vio claramente que intentaba gritar, que su llanto era sordo, pero sencillamente estaba en otro plano, pues no dejaba de hacerlo, y tamaño empeño debería dejar algún sonido. 
Y sí, los lobos volvieron a aullar.
De pronto, la escena cambió, estaba delante de un cachorro de lobo, en un claro del bosque, donde se sentía igual de observado que antes. 
Una veintena de lobos se le aproximaba lentamente, unos tenían cicatrices en los ojos, otros mostraban patas rotas, pero todos coincidían en algo; estaban tremendamente sucios. 
Esa noche otro lobo aulló, dicen que es el animal más solitario, pero aquella noche, el hombre, demostrando que le gusta ir en contra de la naturaleza, demostró que siempre puede ser más que el bosque. Y el bosque, de nuevo avanzó sobre los humanos, mermando en uno más a los que escavaban sus entrañas y se llevaban su oro.
Ese oro era del bosque, y el cachorro no era más que los llantos que no se atrevían a tener en una ciudad sin inocencia.
Era luna llena, y su transformación no fue traumática, sencillamente, pasó a ser un lobo dentro de una manada desde un hombre dentro de un colectivo.