jueves, 11 de julio de 2013

Charada

Volvía a llover en el 1 de Noviembre, otro Día de Todos los Santos amargado por la lluvia, no era un buen negocio para los floristas, no era un buen día para quienes visitaban a sus muertos y las calaveras de caramelo vendidas en los locales más trendy no iban a hacer negocio este año, el gusto por lo mainstream se había tornado grotesco.
Sin embargo siempre hay algún loco de las tradiciones que visita esos lugares, la lluvia tan solo es coyuntural y algunas cosas no pueden esperar, los seres humanos toman rutinas, algunos las llaman ritos, otros las califican de hábitos, otros, adalides de la verdad suprema más entrecomillada lo llaman errores o vicios.
Un padre estaba colocando rosas rojas sobre una tumba, el hijo no entendía nada, solo a su padre poniendo flores sobre un trozo de piedra, un trozo de piedra al que su familia hacían llamar "abuelo", pero el pequeño no conocía a ese tal abuelo. Y es que cuando mueres, solo puedes ser recuerdo de quien te busque un hueco, no de quien no te ha hecho recuerdo.
El hijo tenía escasos 13 años, sostenía un paraguas azul celeste, sus botas azul eléctrico desentonaban con el color grisáceo que abundaba en aquel pequeño lugar, los ojos eran de un extraño color gris y su pelo absolutamente negro. Miraba como un pasmarote hacia el bosque de nichos, nada le decían, eran piedra muerta y sólo eso albergaban.
De la nada pareció salir aquella gabardina, aquel sombrero que ocultaba la melena blanquecina y hasta los ojos de una figura masculina delatada por su frondosa barba. Sorprendentemente alto, taciturno y cabizbajo, tanto que parecía coronar su cuerpo con una pronunciada joroba. La túnica del hombre era la antítesis de las botas del niño, su gabardina debía haber sido ideada para misiones de camuflaje en cementerios. Al pequeño se le antojó que sobre el señor llovia mucho más que en el resto del cementerio. De pronto, el rostro se giro hacia el niño, clavando unas gafas semicirculares sobre sus ojos aguamarina, una mirada que atravesó los cien metros que les separaban. La apatía del joven se tornó tristeza, angustia, dolor y espanto, sensanciones tan fuertes que le estremecían al principio. Ese estremecimiento pasó a ser un fuerte pinchazo en el pecho, una explosión en su tímpano y unas fuertes náuseas que le hicieron doblarse de dolor. El padre seguía demasiado ocupado en satisfacer su sentimiento de culpa, sus propias penas pasadas, sentimientos fuertes que le impedían hacerse cargo de su presente. El pequeño intentaba gritar y dar orden al caos de este texto, sin embargo nada salía de su boca. Volvió a mirar en búsqueda de la gabardina y ya no estaba. Habría sido fruto de su imaginación.
No, esa presencia era demasiado fuerte como para hacerse invisible, menos aún cuando giras tu cabeza exactamente 48 grados y está a menos de diez centímetros, escrudiñando tu parálisis, buscando en tu corazón y agitando tu apatía.
-¿Puedes verme?
El niño sólo asintió
-Ven, ten enseñaré algo que sólo yo puedo ver.
La conciencia del niño se desvanecía lentamente, entre los gritos de su padre diciendo su nombre, entre la angustia de sus sollozos diciendo "hijo, hijo, despierta".
La vida de un hombre que dejaba su sombrero pasa rápido, vivía en la rutina, en sus hábitos y en sus gustos, nada quería cambiar en su idílica y milimétrica existencia. Su mujer, sus cinco hijos, su trabajo y su timba de mus.
El hombre le miró después de enseñarle los aspectos más intimos de su vida en color sepia, su primera comunión vestido de blanco y negros, su primera meta buscando ser arquitecto, su primer beso, su primer enamoramiento, su primera relación sexual, su graduación en la facultad de medicina como todos esperaban, su mujer no deseada, sus hijos por cumplir, su vida yéndose a la basura, su primer paciente muerto, su esposa en una depresión de la que sus estudios no podían sacarla, la drogadicción de sus dos hijos mayores... Su muerte, solo, su muerte, mucho antes de morir.
-Ve y vive, pues en mi lápida no se contará mi historia, sal y sonríe, que la ceniza de mis huesos no volverá a caminar, que ya morí en vida, que el cementerio es para quienes nadie recordarán en cien años.
El pequeño fue abriendo los ojos, el rostro de su padre se fue configurando según recuperaba la conciencia. Vio en ese momento la mella que había causado en el rostro del abogado todos los excesos que nunca se atrevería a confesar.

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